El macá y la culebra

Autor: 

Diana Weyland

Flotaba el macá entre los camalotes. Yo descansaba mi espalda dolorida sobre la baranda del puente. Un repiqueteo me distrajo, me incorporé y observé unos minutos al carpintero bataráz que golpeteaba una rama para extraer insectos. Se escondía dentro del follaje y su copete rojo lo delataba. Pronto voló a un árbol lejano, al otro lado de la laguna.

Volví a buscar al macá, había desaparecido, lo busqué con los catalejos y allí, cerca de la orilla, vi un movimiento entre los repollitos de agua. Divisé su cabeza, llevaba algo que se retorcía en su pico. Nadó hacia un sector despejado de vegetación y la imagen de los dos se proyectó en el agua quieta. La culebra con sus colores verdes y amarillos se movía con frenesí en el aire y se reflejaba entre la imagen colorida de las hojas del otoño que rodeaban el lago.

Logró desprenderse de su agresor y desapareció bajo el agua. El macá se zambulló tras ella y la enganchó rompiendo la imagen en mil fragmentos que salpicaron alrededor. La culebra disparó un ataque con sus mandíbulas abiertas hacia el cuello del ave que la soltó y en menos de un segundo la volvió a capturar sumergida.

El ave bamboleaba su cabeza al mismo tiempo que el reptil se retorcía. Yo no sabía si los picotazos sucesivos eran para lastimar o para sujetar la cabeza e impedir los ataques a su garganta o para comenzar a tragarla por la cola o por la cabeza. Dos o tres veces más la culebra se liberó para ser atrapada en un santiamén. Otra vez amenazó con sus fauces. Yo me debatía entre el horror y la curiosidad. Me decidí por el registro y comencé a filmar el drama.

Acerqué la escena con el zoom y descubrí espantada que si bien el macá había engullido tres cuartas partes del reptil, la cola que quedaba saliendo por la boca del agresor se había enroscado y estrangulaba al obstinado predador. Éste, empezó a nadar en línea recta, trataba de estirar el cuello pero la fuerza ejercida por su presa se lo impedía. Yo me preguntaba si los dos perecerían en aquel abrazo último al que ninguno podía renunciar porque significaría morir.

El ave, quizás como antes del estertor final, volteó girando en círculos hacia un mismo lado y tragó, tragó, tragó. El último pedazo de cola era engullido y salía una y otra vez, hasta que no lo vi más.
El atacante nadó en línea recta, estiró su cuello, luego viró hacia su derecha y hacia su izquierda y bebió. Como suelen hacerlo después de comer.

Sobre Diana

Diana.jpg "Nací migrante. La foto de una beba en brazos de su madre, embarcada en un velero, es el primer testimonio de mi existencia en este mundo.
Viví en Buenos Aires, mucho en el campo, largas temporadas en el mar uruguayo y más tarde, en Manhattan, California, Salzburgo, Berlín. Mi vida transcurrió entre la filosofía -al psicoanálisis lo dejé por inconsistente con mi conciencia moral- y la psicología cognitiva, que me ayudó a ganarme la vida. Nunca dejé la convivencia con la naturaleza, que me hizo feliz. Hace algo más de una década que me dedico con entusiasmo a la observación y fotografía de aves, viajando por nuestro planeta, Tierra. Escucho sus sonidos, veo sus colores, siento en mi piel el viento, el agua. Vivo algunos meses en Bariloche y otros, salteados, en Buenos Aires. No necesito nada más."

Foto: Diana Weyland